Science Center of Iowa de South Dakota | Flickr

Science Center of Iowa de South Dakota

«El problema de la comunicación de la ciencia es justamente la palabra ciencia», dijo Pierre Fayard en la cuarta edición del Campus Gutenberg, unas jornadas sobre cultura y comunicación científica. Con esa frase, sabía que provocaría en una sala llena de periodistas científicos –muchos biólogos reconvertidos en comunicadores y divulgadores, algún periodista despistado y unos pocos físicos que quizás venían cuando eran ellos, y no los biólogos, los científicos más numerosos que acudían a esta cita–. Pero la provocación consigue, si tiene el fondo adecuado, hacer tambalear algunos pilares –y si exagero, y me gusta exagerar, también se puede notar que hay una ligera sacudida en el suelo y con esto, cierta inseguridad–. ¿Qué quería decir exactamente? Desde el atril, en silencio, podemos imaginar fácilmente a los científicos con un amago de ataque de corazón, mientras decían: ¿Cómo? ¿¡Quitar la palabra ciencia!?

En la comunicación pública de la ciencia a menudo se entiende que hay unos agentes que saben y que quieren transmitir la información a la audiencia, que no sabe nada. Y el problema, desde este punto de vista, es el de siempre: cómo interesamos y seducimos el público no interesado, el que no estaba ya seducido e interesado por el tema. Los que no tienen ninguna intención de escuchar y participar en una clase de secundaria. Los que giran la hoja cuando leen la palabra ciencia, o los que cambian de emisora cuando empieza algún programa especial de divulgación científica en la radio. Convencer a quien no tiene ningún interés en esto, ni en el primero que defendió que la Tierra no era el centro del universo ni en el descubrimiento de un receptor celular. El gran reto, la estrategia de seducción de la que habla Fayard. Cuando colocamos la palabra ciencia, ya nos alejamos del otro, el que nos escucha o lee: las noticias científicas o los artículos de divulgación no están incluidos dentro de la información general, sino que forman una sección propia, separada, allá donde sólo llegan los sabios.

Pero, me paro en la palabra transmisión, que he apuntado antes, para preguntarme (o preguntarnos) si en efecto, conducimos electricidad como conducimos saber. Contaré una anécdota: en el Máster de profesor de Secundaria –el que antes era un cursillo de unos meses en los cuales ni pisabas un instituto, si ni tú o ni el profesor tenéis ninguna intención de transformar aquello en una cosa más que un paso burocrático– teníamos prohibida la palabra transmisión. Pro–hi–bi–da: si la ponías en algún examen, caía sobre ti un rayo fulminante en forma de dedo acusador del profesor mientras soltaba la frase «no habéis entendido nada?!». La cabeza de los alumnos no es un recipiente vacío donde verter las ideas del libro del texto o de lo que consideramos que tienen que saber –el libro de texto o lo que consideramos que tienen que saber los alumnos es otro tema a debatir–.

En cuanto al conocimiento del mundo, todos tenemos, más o menos complejos, modelos que nos sirven para ir tirando, para sobrevivir y relacionarnos, con más o menos éxito, con lo otro y los otros, con lo que nos rodea. Estas estructuras tienen que reorganizarse cuando aparece un nuevo concepto. No añadimos más ladrillos en la casa, no, ojalá fuera tan fácil: rehacemos la casa entera, o una parte de ella –la cocina, el baño o el salón– a nuestra modo. Este es otro reto, y no sólo como enseñantes, sino también como aprendices: lo que no integras, no lo sabes. Por eso, considero inadecuado el término transmisión, ya sea si hablamos de educación como de comunicación científica.

Fuera del campo de la enseñanza, la persona que lee una noticia en la sección de ciencia del periódico –el cajón diferenciado con una etiqueta que no nos deja avanzar– sobre los agujeros negros, ya tendrá una idea de lo que son: ya se habrá relacionado con esa idea y formará parte de lo que es. Y si no sabe nada, lo integrará, o no, sobre el que ya sabía del mundo, formando nuevas relaciones entre los conceptos. Como una red, vaya. Cuando se comunica un saber, primero viene a la cabeza la pregunta: y qué sabe el público de esto, qué ideas generales tiene a la cabeza? El mensaje se entiende según el receptor, que también sabe. El reto es como hacer posible este diálogo entre los actores, y alejarse de establecer una relación de poder entre los expertos y no expertos.

Pero no es el único reto. Si nos fijamos en las noticias científicas y los artículos de divulgación, la ciencia que se muestra está llena de certeza, de enunciados. Sin curiosidad, no hay ciencia, sin pregunta, no puede haber conocimiento científico. La pregunta sirve de partida: cómo dice Jorge Wagensberg, si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta? Y saber hacerse las preguntas adecuadas no es una tarea fácil. Y en cambio, a pesar de que la pregunta es el motor de la ciencia, parece que en las redacciones se han olvidado de las preguntas y de apelar a la curiosidad del lector. Se habla más bien poco de cómo se ha conseguido llegar hasta una teoría que –aún– no hemos descartado.

Con todo esto, avanzamos directos a la seducción. «Todo acto de comunicación que se pretenda ponzoña activa, del que se espero efecto manifiesto, tiene que comenzar en las emocionas, miedo más pronta o dilatada que sea su construcción», dice Nemesio Chávez Arredondo. Por tanto, nos dice que para seducir, emocionas, tocas alguna fibra, relacionas lo que te cuentan con tu experiencia personal. ¿Cómo se consigue esto? Volveré, una vez más, al terreno sucio –porque es una batalla, quién lo puede negar– de la enseñanza a las clases. Recuerdo una película de Barbara Streisand en la que es una excelente profesora, así se nos vende, y conoce a un terrible profesor, interpretado por Jeff Bridges, que ve como los jóvenes bostezan en las clases ante pizarras y pizarras llenas de fórmulas y números. He aquí el milagro: después de enamorarse de la profesora, de repente, sabe cómo explicar un concepto físico; para explicar la trayectoria de un cuerpo los habla de la trayectoria de una bola en un lanzamiento increíble del partido de béisbol emitido la noche anterior. Los chicos y chicas se despiertan, lo miran moverse y entienden de que está hablando, les está hablando a ellos ahora. ¡Los ha seducido! No hace falta que nos enamoremos para seducir a nuestro público. Miguel Ángel Sabadell, editor de Muy Interesante, lo dijo muy claro: «contamos historias, porque esto nos es común, la curiosidad y las historias». Por eso, y volvemos al principio, estaría bien que nos alejemos, como dijo Pierre Fayard, del «ahora hablaremos de ciencia» seguido de un paréntesis.

Bibliografía:
“La comunidad pública de la ciencia: Hacia la sociedad del conocimiento”, Fayard, Pierre.


Maria Salvador Lluch

Bióloga