binocle


Llegué con la maleta de veinte quilos y pocos libros a la isla con la esperanza de dos cosas: ver cetáceos y no marearme en la zódiac. En mi pueblo, elegí que, para el viaje hacia el medio del Atlántico, sin haber leído Moby Dick, me acompañaría el libro Histórias da terra e do mar, de Sophia de Mello Breyner, y algunos libros más; también los apuntes de estadística, el trabajo sobre la reproducción de cetáceos que hice en cuarto de carrera y algunos artículos. Y el diccionario pequeño de cuando estudiaba portugués en la Escuela Oficial de idiomas de Valencia y nuestro profesor, gallego, nos decía que imitáramos, que la lengua se aprendía imitando. No miré ninguna foto ni vídeo de las Azores porque quería llegar y sorprenderme. Dejé un proyecto muy interesante -la tesis de un futuro máster- porque con este proyecto, en Valencia, no podía ganarme la vida, y pasaba a ser una becaria con un sueldo de becaria kilómetros allá.

Todos a los que había dicho que trabajaría estudiando el comportamiento de los delfines me miraban con fascinación, y yo, que siempre he preferido las plantas, intentaba explicar que el trabajo científico puede ser igual de motivador con o sin ballenas; que, por ejemplo, el estudio de cómo afecta la actividad de un gusano a la sedimentación también puede ser muy interesante. Pero el gusano no hace piruetas en acuarios, ni ha tenido una serie de televisión, y nadie diría que un gusano posee la belleza del cachalote. Sin embargo, el coste de ser tan queridos también es grande. De hecho, lo que iba a hacer en las Azores -vaya, por lo que estoy aquí- era ver el impacto que tiene en los cetáceos este aprecio: turistas que vienen desde la otra parte del planeta para nadar con ellos en estado salvaje (los delfines, sobre todo, algunos turistas también).

Los días que no iba en la zódiac, en los viajes con los turistas, hacía de vigía, ayudando a mi tutora y junto a un vigía azoreño que se dedicaba a encontrar delfines y ballenas desde hacía más de quince años. Sabía ver, entre las olas y los reflejos de la luz sobre el agua, salpicaduras que marcaban el camino de los delfines y los chorros de las ballenas para qué todos los alemanes, holandeses o españoles quedaran muy contentos de haber pagado cincuenta o setenta euros y haber hecho miles de kilómetros.Yo apuntaba todos los datos que veía la tutora, investigadora de la Universidad de las Azores, y los días pasaban vigilando si había delfines comunes o no, y en las horas muertas, cuando no había más que viento o lluvia, leía las historias de tierra y mar.

Ahora Moby Dick iría sobre las empresas de whale watching, abandonada ya la caza de la ballena en las Azores desde que se firmó la convención de Berna y fueron cazados los tres últimos cachalotes en la isla de Pico en 1987. Las Azores tiene actualmente la figura del cachalote como emblema- visible en todos los lugares, desde los pubs en los centros comerciales, pasando por la Uni- después de haber tenido la fama de ser los mejores balleneros del mundo durante un siglo. Y en la novela, esta Moby Dick del 2013, se hablaría de los turistas que saben de qué van los programas de “swimming with dolphins” y turistas que creen que montarán delfines en un acuario, de los antiguos balleneros que ahora son vigías, de empresas que no hacen contratos a los guías, de los saltos de cachalotes y de los delfines al lado de la zódiac.

Pero hablo en pasado porque ahora hace cosa de un mes que no hacemos vigías ni tomo datos de los delfines, porque el mar ya tiene muchas olas y pocos turistas; el trabajo de campo se ha acabado, y lo que hago es el procesamiento de datos recogidos durante todo el verano y parte del otoño. O sea, que las únicas tonalidades de azules que veo en el trabajo, son las de la pantalla del ordenador. Vuelvo al software R, empiezo con el PAMGUARD, e intento escribir, en el tiempo que me queda, mis historias de tierra y mar, ya acabado el libro de Breyner, que era también mi vínculo con el otro azul.

Y de vez en cuando, dejo de mirar la pantalla y pienso en el futuro. Volveré a casa en diciembre, seguramente, porque, y lo incluyo en este relato de temporera de la ciencia, nos han dicho que la Universidad no tiene ni papel para el váter (que si lo hubiera sabido, en esa maleta de veinte kilos, habría puesto unos cuántos rollos de papel y menos libros). Que no sé en qué relato de Breyner podría incluir este detalle, tan inoportuno dentro del romanticismo que despierta siempre la idea del mar. Volveré con la misma maleta, los mismos libros algo más usados, sin haberme mareado en la zódiac ningún día, habiendo visto ya unos cuántos cetáceos, y con la esperanza de siempre que la temporada de la ciencia en mi vida dure un poco más. Y en mi casa, si puede ser.



Maria Salvador Lluch
Asistente de investigación, Centro de Investigação de Recursos Naturais (CIRN), Azores
Texto y fotografía