[Taller didáctico sobre arte rupestre en el Museo y Centro de Investigación de Altamira]

¿Qué imagen nos viene a la cabeza en España cuando pensamos en la palabra “turismo”? A mí se me ocurre una estampa soleada en la playa, con chiringuitos, grandes edificaciones, campos de golf,  parques temáticos y urbanizaciones que cubren de un manto de color blanco-cemento las laderas de las montañas. Ahora pensemos en el bagaje cultural y, por tanto, patrimonial que conserva un país como España: al sur los restos de una época de esplendor  en los días donde en más de la mitad de su superficie se hablaba árabe, al este numerosos poblados iberos  se alzan controlando llanuras y valles, en la fachada atlántica los monumentos megalíticos  nos recuerdan los primeros intentos del ser humano por antropizar el paisaje y hacerlo “suyo”, la mágica Galicia guarda en su interior los restos de castros celtas, las cuevas de la región cantábrica susurran secretos en forma de pinturas rupestres que resisten el paso de los milenios, multitud de iglesias románicas y góticas nos transportan a la sociedad de la Alta y Baja Edad Media, etc. Con esta enorme riqueza patrimonial, ¿por qué el turismo en este país, durante tantos años, se ha enfocado mayoritariamente hacia el sol y la playa?

Si bien es cierto que desde hace unos años se está trabajando en un turismo alternativo, el turismo cultural  o el arqueoturismo, queda todavía mucho camino por recorrer. Determinadas CC.AA. están apostando por atraer visitantes con ciertas inquietudes culturales, ofreciendo una imagen del lugar más allá del simple ocio. Es el caso de la Ruta ibérica valenciana o la visita a las cuevas prehistóricas de Cantabria . Y no proceden únicamente de Alemania o de Francia, sino que estos proyectos están dando lugar a un turismo interior provocado por el “Qué hacemos este fin de semana? He escuchado que tienen lugar las Jornadas de Puertas Abiertas  de X yacimiento arqueológico…”.

Sin embargo, a raíz de la asistencia a unas jornadas celebradas recientemente en Valencia, da la sensación de que los profesionales que se dedican a actividades culturales, patrimoniales y arqueológicas se debaten entre dos posturas aparentemente contrapuestas, donde el inmovilismo de las cuales puede ser la clave de que este sector se encuentre todavía estancado. Por un lado, los que consideran el patrimonio como un elemento susceptible de ser considerado “paquete turístico” y, por tanto, que debe ser explotado económicamente. De esta manera, aquel patrimonio que genere beneficios económicos tendrá mayor valor que aquel que no los genere. Por otra parte, los más puristas dentro de la profesión, que han concebido tradicionalmente el patrimonio como un ente abstracto que únicamente puede ser leído por investigadores, al servicio de la ciencia, evitando acercarlo a la sociedad bajo el argumento alarmante de que debe de ser conservado.

Personalmente, me niego a sostener ni una ni otra visión. Para empezar, ¿qué es el patrimonio? Algo que, en definitiva, un pueblo o comunidad define como tal, no algo que únicamente se publica en la portada del Science. Por tanto, si no hay divulgación social no hay nada. Dicho de otra manera: podemos tener conservado un poblado fortificado ibero impresionante, pero si no hay profesionales capaces de hacer que esas piedras hablen sólo será eso, un conjunto de piedras. Una vez le escuché a alguien decir que los arqueólogos somos una especie de sociólogos del pasado y me pareció una definición acertadísima. Por otra parte, ¿podemos medir el patrimonio únicamente en términos económicos? Esta cuestión también siembra polémica en el sector, puesto que implica priorizar los elementos patrimoniales ya que, obviamente, todo no se puede conservar por una cuestión de simple viabilidad. Aquí es donde el papel del arqueólogo se hace más presente y donde se debe hacer una valoración objetiva de la importancia histórica que el yacimiento tiene. Dicho de otra manera: Si tiene relevancia, destinamos presupuesto para su rehabilitación, puesta en valor y difusión. Si no, no hay que tener miedo a realizar simplemente un buen registro de datos e interpretación, pudiendo viajar al pasado cuando se necesite.

Creo que este país viene reclamando desde hace tiempo un tipo de turismo diferente, que complemente al ya potenciado de sol, playa y chiringuitos, y considero que es una iniciativa interesante por varios motivos. En primer lugar, si superamos la visión purista del “riesgo” a mostrarlo y abrirlo al público, podremos verlo en los tiempos que corren como una OPORTUNIDAD (en mayúsculas y buena letra) para los recursos patrimoniales y para cambiar el “ladrillo” de urbanización por historias del pasado. En segundo lugar, porque todo monumento o yacimiento constituye un espacio de memoria colectiva para la comunidad local y, como tal, debe ponerse en valor. Es el caso de Castrolandín,  en Pontevedra, donde todos los años el pueblo celebra la Noche de San Juan junto al poblado celta. En último lugar, porque si el conjunto de la sociedad es la que mantiene el patrimonio, lo lógico es que revierta en su divulgación e interpretación. En este punto, personalmente apuesto por la reutilización en lugar de la congelación, dándole una función social que nos permita reencontrarnos con nuestro pasado y nuestro presente, aunque nos movamos siempre dentro de unos límites marcados por la preservación y la sostenibilidad. Y tú, ¿qué piensas sobre el arqueoturismo?, ¿crees que puede potenciarse para ser imagen turística?, ¿qué límites debería tener?, ¿puede ser un complemento al ocio potenciado?,  ¿tiene el patrimonio una función social?