Diagrama de flujo de la aplicación de un modelo matemático

Justo cuando creía que tenía claro de qué quería escribir hoy aquí se me ha cruzado un artículo publicado en El País por Luis Garicano que me ha dejado las ideas remezcladas y cierto regusto agridulce. En “Son las matemáticas, estúpido” el autor describe las ventajas y oportunidades de optimización que el buen análisis estadístico de datos puede tener en política, economía y otras áreas de aplicación -casi todas-, frente a los análisis intuitivos o poco cuidadosos de “especuladores de salón” u “opinadores profesionales”. Habla de cómo el argumento más válido no tiene porqué ser el del jefe, o el de quien tiene mayor prestigio, o el de quien más haya cobrado, sino aquel que esté apoyado en la mejor observación e interpretación de los datos empíricos. Conforme leía esas líneas imaginaba a una masa de tertulianos, asesores y consejeros cayendo al vacío por un enorme agujero seguidos de cerca por sus sillones anatómicos de cuero, perdiendo en la caída miles de billetes que salían de los bolsillos de las chaquetas de sus carísimos trajes. En el borde superior del abismo, mirando hacia abajo, había una silueta de una persona joven, en vaqueros, con un ordenador portátil y un argumento sustentado en la observación empírica y el tratamiento de datos.

El artículo concluye con una reflexión sobre la poca atención que se dedica en los planes de estudio actuales a las matemáticas y, concretamente, a la estadística y el estudio de conjuntos de datos y las consiguientes deficiencias que tendrán los profesionales del futuro, más cuando este aspecto va a ir ganando en importancia conforme se automaticen los procesos de fabricación.

Pero yo me había quedado con la primera parte, con el hecho de hacer predicciones (electorales, climatológicas, políticas, económicas), de tomar decisiones, de desarrollar, en general, herramientas útiles para la sociedad en base a ese análisis de datos. Pensaba en los ríos de tinta que se podrían ahorrar, en las horas de radio y televisión prescindibles, en el ahorro en sueldos de asesores, consejeros y por qué no, de políticos. Da la impresión de que la tecnocracia es una solución de emergencia, un mal menor aplicable sólo cuando no queda más remedio, pero ¿y si se aplicara sectorialmente, allá donde sea factible, con una perspectiva no de control sino de servicio a la sociedad? Como una herramienta que informe de las posibles consecuencias de una u otra acción, o de un escenario futuro en un área determinada, otorgando mayor libertad de decisión, por disponer de más información, a la persona responsable. Que por supuesto y en última (o primera) instancia dispondrá también de su sentido común, capacidad y experiencia que son, en principio, las cualidades por las que ocupa un puesto de responsabilidad sea donde sea.
Alguien dirá que se está aplicando, que es lo que hacen todos esos asesores y consejeros, pero la respuesta está en los periódicos. No se está haciendo, o no se está haciendo bien. Son esos ejemplos que cita el artículo y los muchísimos más que habrá de buena práctica científica los que merecería la pena ir incorporando al sistema a cambio de lo que se venía usando hasta ahora, que ha demostrado ser muy ineficaz.

¿Y en qué áreas se puede aplicar esta metodología? En todas aquellas en las que se puedan recoger datos a partir de la observación empírica. Y son muchas. La idea original que tenía para esta entrada me sirve de ejemplo: en una carrera entre un coche que conduce sólo y un coche conducido por un piloto experimentado, ¿quién gana? Os cuento el final: el piloto humano. Pero sólo por unos pocos segundos. Investigadores del Center for Automotive Research at Stanford han “enseñado” a un coche a conducir al límite, tomando datos de vueltas de pilotos y modelizándolos. La única diferencia es que un piloto experto detecta los límites y los lleva un poco más allá de lo razonable, casi siempre con éxito. Me gustan las carreras de todo lo que vaya deprisa, por políticamente incorrecto que resulte decir esto hoy día. Incluso de joven corría con un pequeño kart en un circuito. Recuerdo el proceso de aprendizaje, el ir probando a llegar cada vez más rápido a la curva, a acelerar cada vez más pronto, a abrirme al exterior y cruzar la curva pasando por el ápice, a dejar que el kart deslizara lo justo para ganar tiempo, a preguntarle a otros chicos que iban más rápido que yo cómo lo hacían, y recuerdo la respuesta de uno de ellos: “frena más tarde y acelera más pronto”. Parece sencillo, pero no lo es. Y menos aún conseguir que un ordenador lo comprenda. Sin embargo estoy convencido de que ese coche robotizado nos gana a casi todos los conductores.

Supongo que como investigador me dejo llevar por el entusiasmo de ver que un sistema que aplico diariamente en el trabajo de laboratorio puede ser muy útil, empleado tal cual, para el desarrollo de la sociedad. Estoy seguro de que hay aspectos donde el análisis de datos puede resultar un absurdo, y que resultan tan vitales como aquellos donde se puede aplicar. Desconozco si hay robots capaces de pintar cuadros, o de escribir poesía, pero, sinceramente, espero que esta escena que tengo metida en la cabeza siga vigente mucho tiempo.