Entre 3350-3100 a.C., mes de junio, a 3210 msnm en los Alpes del Valle de Ötz (Italia): Un hombre de 1,60 m de altura, unos 50 kg de peso y 46 años de edad camina firmemente por la alta montaña italiana. Nos ubicamos en la Europa de inicios de la Edad del Cobre por lo que, para hacernos una idea, el monumento de Stonehenge, en Inglaterra, todavía no se había construido, al igual que las sorprendentes pirámides de Gizeh, las cuales no se construirán hasta 600 años después. Pero Ötzi, nombre con el que la comunidad científica le ha bautizado, no tiene nada que envidiar a nuestro Decathlon: lleva un abrigo de piel de cabra, zapatos de cuero rellenos de hierba a modo de aislante, una especie de leggings de cuero y un gorro de piel de oso. Emprende la marcha preparado, puesto que transporta consigo un gran arco de tejo; un carcaj de cuero con 14 flechas, mayoritariamente inacabadas; yesca y pedernal para hacer fuego; recipientes hechos de corteza de abedul donde guardaba las brasas envueltas en hojas y un hacha de cobre. Sin embargo, Ötzi no se encuentra en buen estado de salud: tiene dolencias en las articulaciones, sus dientes presentan un fuerte desgaste, su intestino está infectado de tricocéfalos y sus uñas presentan unas ranuras transversales (“líneas de Beau-Reil”) que indican un fuerte estrés en el sistema inmunológico. Unas doce horas antes de morir, encendió una hoguera para cocinar la que sería su última comida: una mezcla de carne con cereales. Al día siguiente, a nuestro personaje le sorprendió la muerte. Alguien, en un ataque por la espalda, le disparó una flecha que penetró hasta quedar a pocos centímetros de su pulmón izquierdo. Así, Ötzi quedó sepultado por las nieves sucesivas caídas en el valle, hasta que la casualidad histórica (¡siempre omnipresente!) quiso que unos alpinistas toparan con él en 1991.

Pero no sólo Ötzi ha supuesto una fuente incalculable de información sobre la forma de vida hace miles de años. Son conocidos los casos de restos humanos hallados en turberas del continente europeo, de la Edad del Hierro o de época romana, presentando muchos de ellos indicios de haber sufrido una muerte violenta: el hombre de Tollund, la mujer de Huldremose, el hombre de Lindow o el hombre de Grauballe. ¿Qué tienen de especial estos hallazgos en comparación con instrumentos hechos de piedra, cerámica o de metal? Por un lado, su excepcionalidad, ya que la materia orgánica constituye un documento extremadamente frágil que, en muy pocas ocasiones, llega a poder ser analizado por el arqueólogo. Únicamente en condiciones de extrema humedad o aridez, con ausencia de oxígeno, las bacterias no encuentran la “comodidad” necesaria para desarrollarse, impidiéndose la degradación natural. Pero, por otro lado, estos restos excepcionales son el punto de partida para extraer información tan valiosa que, bajo condiciones normales, se perdería para siempre: ¿cuántos años tenía el individuo en el momento de su muerte?, ¿cuál era su altura en vida?, ¿sufrió algún tipo de traumatismo?, ¿qué tipo de dieta seguía?, ¿cuál era su procedencia geográfica? etc.

Año 2012 dC, mes de septiembre, a 378 msnm en Buñol (Valencia): Tras una comida familiar, me dedico a uno de mis pasatiempos favoritos en la típica casa de campo vieja llena de “microhistorias” familiares. En el desván de mi abuelo me encuentro con varios aperos agrícolas desgastados y algunas cestas de esparto. ¿No eran esos objetos los que se hallaron en numerosos poblados lacustres del Neolítico, como en La Draga: instrumental en madera y restos de fibras vegetales conservando todo su trenzado? En el aperitivo campestre una tapa de aceitunas de color negro reluciente se ha consumido en menos de cinco minutos, dejando la imagen de veinte huesos negruzcos. Mi mente, de manera inconsciente, trata de buscar el archivo en el que guardo la imagen de un cuenco de aceitunas conservadas en Pompeya tras la erupción del Vesubio (¿les sorprendería la erupción volcánica a una familia romana en mitad de un aperitivo?). Por la tarde se levanta una brisa fresca que invita a pasear por los pinos cercanos a la casa. Observando los restos de piñas caídas al suelo mi abuelo me explica que, cuando él era pequeño, era muy común que algunos jornaleros ganaran un sueldo extra recolectando las piñas del pino piñonero, por su alto valor nutritivo. ¿No fue, precisamente, en los niveles del Paleolítico superior de la Cueva de Nerja donde se hallaron numerosas brácteas de piñas carbonizadas como resultado de su recolección y exposición al calor del fuego para su consumo?

Vuelvo a casa con dos sensaciones a flor de piel. La primera de ellas, la necesidad de buscar y conservar esa excepcionalidad que aporta la materia orgánica en el registro arqueológico. Son esos elementos los que nos recuerdan la enorme cercanía que se establece con personas que vivieron sobre este planeta milenios antes que nosotros. Por medio de los restos humanos conservados bajo determinadas condiciones el humano de hoy en día puede poner cara a los autores de las pirámides egipcias, a aquellos que iniciaron las primeras inmersiones en el campo del álgebra, la astronomía o la medicina. Podemos confeccionar una pequeña cesta de esparto sabiendo, sobre una base empírica, que las técnicas que nos enseñan nuestros abuelos están documentadas ya en el 5000 aC. Incluso saldremos a la montaña, con nuestras botas quechua, acordándonos de aquellos “Ötzis” que ya tenían sus trucos para ir bien equipados contra las inclemencias del tiempo. La otra sensación que me provoca la conservación de esa excepcionalidad tiene un sentido, quizá, más trascendental, fruto de una visita a la Sala de las Momias del Museo de El Cairo. Recuerdo entrar en una salita pequeña sin aire acondicionado, salvaguardada por un egipcio con pinta de estar cansado del turisteo. Allí se conservaban en vitrinas los cuerpos de faraones como Tutmosis IV, Seti I o Ramsés V. Allí estaban los responsables de la creación de pirámides, mastabas e hipogeos para la conservación de su cuerpo y alma en el Más Allá, junto a todo tipo de enseres y alimentos necesarios en tal viaje. Dedicaron semanas en realizar cuidadosamente el proceso de embalsamamiento y décadas en la construcción de sus tumbas para cumplir el objetivo de ser inmortales. Y allí, en esa sala del museo, descansan eternamente debido a la alineación casual de condiciones propicias para su conservación. Me despedí de aquella sala dibujando una sonrisa y pensando “Mira por dónde, tras miles de años, han conseguido precisamente ser inmortales”. Y es que, como dice la canción de Manel, són les coses bones de passar a l’eternitat….

Imagen: Sandalias neolíticas de la Cueva de los Murciélagos. V milenio a.C. (MAN)