El otro día, leyendo el país en el baño, haciendo esfuerzos ópticos por desvelar la pequeña pantalla del móvil, me descojonaba a pleno pulmón con Juan José Millás. Comentaba que lo importante de los textos es el extracto/jugo que se puede sacar de la propia prosa, más allá de lo que se comenta. Estoy de acuerdo con él. ¿Qué vamos a decir que no haya dicho alguien antes?, salvando las enormes diferencias, me encantan esos textos escritos en primera persona, aquellos que más que informar, presentan. Enseñan lo que uno mira y como lo mira. Aquí hablamos de ciencia. En este caso de gente que mira a la ciencia. En Florencia.

Hace un mes que estoy aquí. Se me llena la boca con esta palabra, Florencia. Casi como un empacho de cocido. Durante este mes he intentado saber qué fue y qué es esta ciudad. Hoy en día es muchas cosas, quizá sea un imán de turistas en busca de la postal perfecta, aderezada de recuerdos borrosos de pelis románticas. Pero esos turistas pasean bajo el sol de la Toscana, sudorosos y pegajosos por el chorritear de los helados. Muchos de ellos no estaban preparados para este ferragosto torrefactante y sus sueños se convierten en muecas más o menos torcidas por el extraño sofoco del sol. Supongo que debo de ser uno de ellos, para que nos vamos a engañar.

Poco a poco, con el devenir del sudor, entre las sombras de los sueños de películas azucaradas, y con la ayuda de una buena guía de la National Geographic, el turista impertérrito, aquel que no cede y se aferra a sus sueños, contempla como la ciudad renace, como nunca se podría decir mejor. Observa como la ciudad florece, dicho de la mejor forma posible. Si la historia normalmente escala las fachadas de las viejas casas, como si fuesen enredaderas invisibles de cultura, en Florencia la historia repinta los techos con forma de nuevas bóvedas celestes. Un nuevo firmamento de información.

Durante estos días, acompañando a un par de amigos, he recorrido varias de las iglesias más importantes de la ciudad. Más allá de la nueva perspectiva, más allá de la arquitectura, de los mecenazgos, del poder de la iglesia, de las nuevas clases pudientes y olorosas, es esa experiencia aurática de codearme espacialmente con todos esos genios del renacimiento lo que me extasía, una especie de síndrome de Stendhal, pero, más que por la belleza, motivado por los nombres personales. Por aquí pasearon, trabajaron y pensaron gente como Donatello, Miguel Ángel, Bruni, Maquiavelo, Rossini, Dante, … por ejemplo. – Esta capilla la diseñó Brunelleschi – Comenta un guía indiferenciado, con un tono de voz lánguido. – Aquí se quemó al fraile Savonarola-, leo en la guía, para levantar la mirada y encontrarme con las piernas de una turista americana que sorbe un granizado de sandia. Interesante. Pero de repente, entre tanta flor artística, tanto poeta y político, me encuentro con un reducto casi desapercibido para mis ojos. Galileo Galilei. Tenemos un museo entero dedicado a su nombre, pero aun lo tengo pendiente. Tenemos muchas calles con ese nombre. Visité el pulpito en la iglesia de Santa Maria de Novella, donde los dominicos le tildaron de hereje. Y finalmente, visité su tumba, en la iglesia de Santa Croce. Una tumba nada discreta, por lo que he de esperar que, a pesar de su famoso juicio y ad eternum arresto domiciliario, su figura fuese positivamente reconocida y valorada.

Su cuerpo corruptible yace en una iglesia. Me suena raro. Miguel Ángel, que descansa en la misma iglesia (podríamos decir catedral y la realidad no cambiaria), justo en frente de Galileo, deseaba ese lugar para su eterno descanso, porque lo primero que quería ver el día del juicio final era la cúpula del Duomo. ¿Alguien le preguntaría a Galileo?, ¿Eligió ese lugar, o le colocaron allí por designio divino?, ¿Qué significaría para Galileo ese día del Juicio Final?. Para los gobernantes y banqueros del momento, como los Medicis y los masacrados Pazzis, sabemos el valor que le daban al poder del Arte. Pero, ¿y el poder de la ciencia?, ¿y a Galileo?, ¿le sufragaron gastos?, ¿por qué lo enterraron allí?, quizá lo enterraron más tarde, aunque desde luego mucho más pronto de lo que la iglesia tardo en aceptar sus premisas.

En la estupenda guía que leo, hay un hueco. No se habla de ciencia. Estoy seguro que esto está más relacionado con esa vaga nieblina de turistas norteamericanos en busca de puestas de sol románticas, que con esa historia que chorrea como caldo oscuro de las paredes de las sucias casas fiorentinas. Es una historia oculta, por espesa, pero que renace si encuentras el diccionario que traduzca chorritón, a leyenda y mejunje, en palabras. Bajo la sombra de la copia del David, tomaré un helado, para pensar en ese Galileo oculto aún para mis ojos, que no es ni más ni menos que esa famosa ciencia de Florencia. En mis ojos, todavía intacta sin haber sido tocada por esa hoguera de las vanidades que se levantó en la plaza de la Signoria. Desde luego, si las piernas de las turistas me lo permiten.

Imagen: Foto tomada en la «Tribuna di Galileo«, por Saulo Bambi.