Alternative_facts

Me encuentro en Australia, disfrutando de una etapa de investigación postdoctoral. No puedo evitar mirar hacia el suelo cada vez que pienso en España, como diciendo “estoy boca abajo”. En realidad, desde aquí parece que los que están boca abajo son los españoles. Sin embargo, debido a todas las desavenencias político-económicas de los últimos años, creo que no soy el único que piensa que és el mundo entero el que esta boca abajo, patas arriba. Sumando la crisis europea, el caos político español, la crisis de los refugiados, el Brexit, el auge del fanatismo terrorista y el racismo fascista, … parece que el balance es ciertamente desalentador. Pero, contra el pronóstico del optimista, todo puede ir a peor, … Trump.

La irrupción democrática de Trump como presidente de EEUU, en sus primeros y escasos días de mandato, ha sido contundente. Hace pensar que el racista, homófobo, xenófobo, ultra-nacionalista, anti-eco y conspiranoico líder, va a hacer una cosa que en principio todos los ciudadanos deseamos: cumplir con el programa electoral. Más allá de sus conocidas y controvertidas posiciones, por si fueran pocas, ha habido una peculiar puesta en escena de su filosofía política que me ha llamado la atención. Varias personas de su equipo de gobierno han empezado a difundir la idea de que los hechos no nos los tenemos que tomar tan seriamente, porque resulta que para un correspondiente hecho ellos tienen lo que han denominado hechos alternativos. El término filosofía política probablemente se quede aquí muy grande, pero no creo que el calificativo estrategia política sea adecuado, porque diría que es algo en lo que creen firmemente, y no una “táctica de guerra”. Escuchar esto viviendo en Australia me dejó doblemente boca abajo, por el estado geográfico y por recibir la hostia que supone escuchar esta declaración. Esta filosofía de plastilina, por aquello de “oiga, la modifico a mi antojo”, me recuerda mucho a esa genial frase que usaba Groucho Marx “Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros”. Por supuesto, salvando las enormes diferencias, porque quien aparentemente se presentaba como un cómico, en realidad nos advertía de ciertos comportamientos que no son nada nuevos, y quien aparentemente es un presidente, en realidad es un payaso peligroso.

Su filosofía de plastilina irrumpe totalmente dentro de la estructura de la política científica de EEUU. Esta es una prueba de cómo los agentes sociales, las políticas, el contexto que circula, no dentro, sino en un principio ajeno al propio mecanismo de la investigación científica, afecta, y mucho, a las formas y al funcionamiento de la ciencia. La intromisión del gabinete de Trump en los equipos de política científica de, por ejemplo, la NASA, ha sido importante. Hay por ahí aún quien sostiene que las decisiones políticas no afectan al desarrollo íntimo de la ciencia, porque “si en la tecnología entra, por definición, la economía y por tanto la política, en ciencia no es así”. Sin embargo, otros muchos entendemos que la ideología y la política se cuela por cualquier recoveco humano, incluida la propia investigación científica, por muy básica y fundamental que sea.

Quiero plantear dos situaciones, para valorar si la ética y la moral son parte intrínseca en la investigación científica, y por tanto esta contiene un componente ideológico, o si por el contrario la ciencia adolece de cualquier moral, y su único cometido es investigar. En este último caso, el de una ciencia amoral alejada de ideología, la componente ética sería incorporada por el financiador de la ciencia. El investigador realizaría su trabajo únicamente por amor al descubrimiento y le importaría poco la transcendencia social de su trabajo. Su investigación sería financiada por una entidad con intereses particulares. Esa entidad podría ser, por ejemplo, el Instituto Max Planck, las empresas IBM o Google, el estado Español o la Unión Europea, por citar diferentes posibilidades. El investigador realizaría su investigación amoralmente, si es que el amor por descubrir sin que te importe la transcendencia social de la investigación no esconde una moral particular. Sin embargo, el trabajo del investigador estaría insertado totalmente en un circuito ideológico, ético y moral, en el sentido de que colaboraría con intereses político-económicos externos. El segundo caso es más directo, el propio investigador decide incorporar ideología a su investigación. No solo es importante conocer por conocer, sino que es importante la forma en la que se produce ese conocimiento y su relación contextual con la sociedad. En un caso o en otro, la ideología aparece en o junto la ciencia. Se trata de investigar, por supuesto que sí, pero en una sociedad que teje relaciones de poder, tensiones ideológicas y circunstancias ético-morales. Y usa la investigación para modular todas esas tensiones.

Por otro lado, dentro del contexto de la divulgación científica es muy normal justificar la importancia y necesidad de que la sociedad acceda al conocimiento científico alegando que el mundo de hoy es tecnológico. Cualquier ciudadano que desconozca los conceptos básicos científicos será una víctima potencial de esta sociedad. Por ejemplo, “Si hay un problema de vacas locas nos afecta a todos los ciudadanos, por eso es necesario que los ciudadanos se involucren en el conocimiento científico”. El caso de Trump plantea un dilema muy parecido al de las vacas locas, diría que incluso con marcada semejanza literal. Deberíamos pues defender que si hay un problema de política científica, como está sucediendo en la actualidad con el gobierno de Trump, es necesario que los científicos nos involucremos en la política general. No hay vuelta de hoja, ciencia y política van de la mano.

Pero, obviamente, los problemas no se originan con Trump. Son muchas las voces bien informadas que hablan de una crisis de la globalización económica. La puesta en escena de Hans Rosling en “200 countries, 200 years, 4 minutes” es una visualización espectacular de cómo ha evolucionado el progreso mundial desde la revolución industrial. Podemos decir que las diferencias socio-económicas se han multiplicado, y que, después de una etapa de progreso económico-vital de occidente, el resto del globo comenzó a alcanzar las cotas de progreso occidental. En términos de ingresos per cápita y esperanza de vida, ha habido un progreso inicial selectivo, seguido de una gran desigualdad en la evolución y hoy en día parece que empezamos a compartir ese progreso a nivel mundial. Esto no suena tan mal, pero el problema es que, como bien se explica en el estupendo documental “In the same boat” en ese nuevo escenario económico social global no hay gobierno. O al menos no uno elegido por los ciudadanos. Desde la desregulación económica de los años 80, el poder se ha transferido totalmente a las operaciones financieras y el mercado económico. Pero estos poderes globales actúan por encima de las políticas nacionales. Voces muy dignas de ser escuchadas, como la de José Luis Sampedro o José Mújica, hablan de la necesidad de empezar a preocuparnos por los problemas ajenos, porque cada vez más los problemas ajenos son también nuestros problemas. Resulta necesaria una estructura política mundial, porque la economía hace ya mucho tiempo que ha pasado a ser global.

Y la ciencia, ¿Qué papel ha jugado y qué papel está jugando hoy en día en el concierto económico global? Bueno, en principio la investigación ha posibilitado el desarrollo tecnológico que, a su vez ha hecho posible la economía de mercado global. Sin medios de transporte rápidos, sin comunicaciones eficientes y seguras, sin tecnologías de manufacturación, sin todos los avances tecnológicos de los últimos siglos, la economía globalizada no existiría. Los investigadores han sido sus posibilitadores. Esto no es malo en sí mismo. Es natural que surja esta economía global, porque si existe una tecnología que permite realizar negocios a mayor escala, ¿por qué no hacerlos? Pero el problema es si esta economía global es la que queremos todos, o si estamos accediendo todos a sus beneficios. Un problema de demarcación político-democrática de alta transcendencia.

Hoy en día los científicos seguimos posibilitando esa economía de mercado. Se nos exige que nuestra investigación este cada vez más ligada al desarrollo tecnológico y social desde el punto de vista de la inserción de productos y consumibles en la sociedad. En un principio esos productos ayudan a generar bienestar y progreso, pero, como señalaba en la introducción, depende de cómo se aborde la relación entre investigación-ideología-ética-moral, estamos delegando en otros agentes el reparto de esos productos y su inserción en la sociedad. En una economía neo-liberal desregulada y globalizada, la ley imperante es la del máximo beneficio, por encima de cualquier otra cosa. En ese sistema la explotación, el abuso o incluso la tortura y el esclavismo de personas no representa un desafío moral, como ha sucedido y sigue sucediendo en las explotaciones de las minas de coltán en África, relacionadas con el desarrollo de los dispositivos electrónicos. Por otro lado, cualquier avance social que consiga la ciencia, sino se inserta en un sistema de provisión universal solo servirá para que la gente que tenga el suficiente dinero pueda disfrutarlo. Por ejemplo, en el contexto de la sanidad, si los nuevos medicamentos o terapias que surjan de la investigación no se insertan en un sistema de sanidad universal y gratuito, solo la población que pueda pagarlos tendrá acceso a ese progreso. Conviene recordar aquí que los sistemas de sanidad universales y gratuitos son una rara avis en el contexto internacional, y la regla general parece apuntar a su supresión y conversión en negocios privados. En este sentido, el problema de las pseudociencias y el engaño que con ellas se somete a la población podría ser un problema incluso menos importante que el asociado a presentar la sanidad como un bien comerciable o un recurso reservado para los que pueden pagarlo. En el primer caso nos enfrentamos a intereses comerciales, cantamañanas y vendedores de crecepelo. Gente sin escrúpulos que pretende engañar a las personas con su salud. En el segundo caso nos enfrentamos a la degradación de la persona, y su posibilidad de vivir y morir como mero objeto financiero. Ese progreso prometido de la ciencia, inmaculado, siempre va a depender de las políticas y las económicas, locales y globales. Es un progreso modulado.

El reto político-económico que plantea invertir o controlar estas tendencias es descomunal, como nunca antes se ha planteado en la historia. Sin embargo, quizá haríamos bien los científicos en entender bien que la ciencia por sí misma no representa la salvación ni el progreso de nada. Solo existe el progreso social, y por tanto la investigación conviene acompañarla de un espíritu político y activista. Muchas de las instituciones norteamericanas intervenidas por el gobierno de Trump están respondiendo con una actitud pro-activa, generando cuentas de twitter no oficiales. En ese sentido, los investigadores han incluido un componente ético y moral a su trabajo: el derecho que tienen los ciudadanos de estar informados, como la obligación de contar lo que la investigación científica descubre, es más importante que acatar las órdenes gubernamentales. Por otro lado, Alemania ha mostrado un interés destacado en responder a las políticas ultranacionalistas de Trump y del Brexit inglés, con la apuesta de la internacionalización de la eduacación, la ciencia y la investigación. Todo esto no es ni más ni menos que seguir haciendo ciencia, porque si se hace ciencia para progresar socialmente, la única forma de conseguirlo es precisamente ser un agente social activo.

Existen muchas de vias para amplificar esta forma de colaboración social y ciudadana de los investigadores. Las estrategias de Ciencia Ciudadana, las plataformas Open Source, son ejemplos de éxito que pueden circular en esa dirección. Personalmente, como estrategia de acción política, ciudadana y social de la investigación, me seduce la potencialización de las relaciones entre disciplinas. Ese grito al viento de “preocuparnos más por los problemas ajenos, porque cada vez más son también nuestros problemas” hace pensar en abrir canales de diálogo entre actores complementarios. A su vez, debemos pensar mejor en qué tipo de producto queremos insertar en el mercado, ¿productos usables o productos que nos ayuden a progresar socialmente? Para ello las estrategias de colaboración interdisciplinar nos ayudan a entender mejor las demandas sociales, a entender cada problemática desde varios puntos de vista. Una visión fragmentada de la sociedad no puede producir progreso, porque no entiende bien a su sociedad. Los investigadores somos un núcleo completo, juntos los de las ramas humanísticas, tecnológicas, artísticas o científicas. Las estrategias STEAM (del inglés Science, Technology, Engineering, Art and Math), potenciadas cada vez más desde las instituciones de política científica, ofrecen ese camino de diálogo interdisciplinar. Podríamos recoger la enrome antorcha de José Luis Sampedro, y mutar su propuesta de una Economía Humanista, en una propuesta de Ciencia Humanista. El mundo de la innovación y del conocimiento es totalmente permeable. Quizá tengamos la responsabilidad de, como decía Ortega, enlazar el mundo de la investigación con los problemas sociales del momento. Las estrategias de colaboración entre disciplinas pueden ser un marco destacado para escuchar y colaborar en este sentido.