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Cuando salgo a pasear voy por caminos por los que pasan coches, que me pueden atropellar. Cuando voy en coche a trabajar puedo tener un accidente. Si hago un viaje muy largo en avión puedo padecer el síndrome de la clase turista. Y si me quedo encerrado en casa para que no me atropellen, para no tener un accidente, para no tener un grave problema cardiovascular, aún así el cielo podría caer sobre mi cabeza… El riesgo es consustancial a la vida.

Una característica de la sociedad industrial contemporánea es que han aparecido nuevas formas de riesgo tecnológico con atributos distintos a las que existían en el pasado; en particular, estas nuevas formas de riesgo tienen una peligrosidad distinta. Durante mucho tiempo, la tecnología dependió más de las innovaciones de los hábiles artesanos que de las especulaciones de los científicos. Esta situación cambio con la Revolución Industrial, que transformó la tecnología en ciencia aplicada. Los artesanos, que innovaban mediante prueba y error, fueron substituidos por los ingenieros, que utilizaban la ciencia para resolver los problemas técnicos. Prometeo fue liberado.

En la moderna sociedad industrial, los riesgos tienen un alcance global, pudiendo afectar a una buena parte de la Humanidad, mientras que antes tenían un alcance local y un impacto directo sobre determinados sectores de la población. Son, además, riesgos que no son perceptibles directamente: sólo pueden ser detectados mediante la ciencia, siguiendo un proceso que no es comprensible por muchas personas, mientras que antes los riesgos se percibían claramente, como en el caso de la contaminación atmosférica debida a la combustión de carbón. Finalmente, son riesgos que se manifiestan en ocasiones de manera indirecta o extraordinariamente lenta, con lo que los daños pueden afectar a las generaciones futuras.

El concepto de riesgo es complejo y, por eso, se utilizan numerosos atributos para caracterizarlo. Hay dos que son fundamentales, la extensión del daño y la probabilidad del suceso. Por daño se entiende consecuencias negativas de las actividades humanas (accidentes de tráfico, cánceres debidos al tabaco) o catástrofes (erupciones volcánicas, terremotos). Y se habla de probabilidad porque sólo se tienen estimaciones sobre la frecuencia relativa de que se produzca el suceso que produce el daño. Con estos atributos se pueden distinguir seis tipos distintos de riesgos, que han recibido los nombres de distintos mitos y leyendas griegas. Tenemos los riesgos tipo Medusa, Damocles, Casandra, Cíclope, Pitia y Pandora.

Medusa era una de las tres Gorgonas. Su cabeza estaba cubierta de serpientes, y su mirada convertía a los humanos en piedra. Hay riesgos tecnológicos que, como las Gorgonas, provocan miedo y horror. Son riesgos con un elevado potencial de movilización de la opinión pública, dado que afectan a una gran cantidad de personas, aunque sus supuestas consecuencias dañinas no hayan podido ser comprobadas científicamente. Tenemos el caso de los campos electromagnéticos asociados con las líneas de alta tensión o con las antenas de telefonía móvil.

Casandra era hija de Príamo, rey de Troya. Amada por Apolo, obtuvo de éste el don de la profecía. Pero ella le rechazó, y el dios se vengó decidiendo que nadie le creyera jamás. Anunció la victoria de los griegos, pero los troyanos no la tomaron en serio. Los riesgos tipo Casandra describen una paradoja: la probabilidad y la extensión del daño son conocidos, pero se producirán en el futuro. Un ejemplo de un riesgo de este tipo es el cambio climático.

Damocles era un cortesano de Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa, a quien molestaba con su exaltación continua de la felicidad de los monarcas. Dioniso le cedió su lugar por un día, porque juzgara por si mismo. Damocles se sintió feliz en el trono hasta que comprobó que, encima de su cabeza, había una espada colgante de un único pelo de la crin de un caballo. Esta leyenda expresa la constante inquietud en que vivía Dionisio. La amenaza es constante, las consecuencias graves, pero la probabilidad se pequeña. Los accidentes en centrales hidroeléctricas, en centrales nucleares o en grandes plantas químicas son ejemplos de este tipo de riesgos.

Los Ciclopes eran enormes gigantes que tenían un solo ojo. Así que sólo veían una parte de la realidad, y no podían percibir ninguna perspectiva dimensional. Para los riesgos tipo Ciclope sólo conocemos una de las dos variables, normalmente el daño. Las inundaciones, los terremotos o las erupciones volcánicas entran en esta categoría, así como las armas de destrucción masiva.

Pítia era la profetisa del oráculo de Delfos, dedicado a Apolo. En el templo, la sacerdotisa se reclinaba sobre un trípode colgado en el abismo de una grieta sagrada de la que emanaban vapores que la hacían entrar en trance. Las preguntas eran respondidas con sueños y palabras incongruentes, que los sacerdotes interpretaban. Y esas eran las respuestas de Apolo que, más que predicciones, eran consejos, y eran famosos por su ambigüedad. Los riesgos de este tipo se caracterizan porque no se conoce bien ni su probabilidad ni su extensión. Un ejemplo típico de este tipo de riesgo serían los cultivos transgénicos.

Finalmente, tenemos los riesgos tipo Pandora, la mujer creada por los dioses para castigar la humanidad. Zeus le entregó a Pandora una caja que contenía todos los males del mundo. Pandora la acabó abriendo, y los males se esparcieron por la tierra. Son riesgos caracterizados por una incertidumbre en la probabilidad y la magnitud del daño, pero con una alta persistencia y ubicuidad. En esta categoría tenemos los riesgos provocados por las sustancias que alteran el funcionamiento de nuestro sistema hormonal.

Como químico, este último riesgo, el de los disruptores endocrinos, me preocupa de forma especial. Se estima que, en la actualidad, se producen y se usan unas 30.000 sustancias químicas artificiales en volúmenes superiores a una tonelada. De una gran mayoría de ellas sólo tenemos conocimientos muy limitados, y a veces no tenemos ningún tipo de información, sobre los riesgos que representan para la salud de las personas y el medio. Por otro lado, las normas vigentes se han instaurado teniendo en consideración al adulto medio y, por lo tanto, sin tener en cuenta los grupos más vulnerables de la población, como los niños y los mayores. Son, además, normas que no consideran que estamos expuestos a mezclas de compuestos químicos. Y los posibles riegos son numerosos y pueden ser muy graves: cáncer, malformaciones congénitas, alteraciones del sistema hormonal …

Es por esta razón por la que se ha optado en muchos países por la reducción de la exposición potencial a sustancias que persisten y se bioacumulan en el medio, sin esperar a tener evidencias claras de toxicidad y daño real. Estos compuestos persistentes no sólo se acumulan en especies salvajes, como focas, ballenas u osos polares, sino que también lo hacen en nuestros cuerpos. Son sustancias que, en las mujeres embarazadas, atraviesan la placenta y llegan a los bebes que tienen en sus vientres y que, más tarde, también son transferidos de las madres a sus hijos mediante el amamantamiento. Y son productos que pueden afectar al desarrollo de sus cerebros y sus sistemas neviosos, haciendo que presenten problemas de aprendizaje y de comportamiento. Nuestros niños y niñas son nuestro futuro, y nuestro futuro está en peligro.  ¿Seremos capaces de cerrar la caja de Pandora?