Chopos cabeceros - Aliaga

Chopos cabeceros – Aliaga

Existe el otoño fuera de esta ciudad donde sólo los plátanos, entre sonidos de claxon y humos de coches, dejan caer las hojas. Hay lugares donde hay chopos, álamos canadienses, colores que van del verde al amarillo o al rojo. Montañas moteadas de sabinas, hojas pintadas, cuadros de musgos, ríos que serpentean. Todo se prepara para el invierno: aparece ese ruido sordo entre las ramas, el zorro que se pierde bajo los robles y las coscojas, el río helado, el Guadalope. Una serpiente amarilla que corre entre los campos y los estratos ocres, blancos, cobrizos.

– Materia, tiempo y agua – dice el geólogo que nos explica el paisaje. Hubo un tiempo en que la olla de Aliaga, una cresta de roca calcárea doblada sobre ella misma, estuvo bajo sedimentos de un mar antiguo que se secó. Con persistencia, el Guadalope, desde la superficie de esta llanura, fue cortando la roca hasta hacer visibles las esculturas de tierra.

Chopos cabeceros y la Olla de Aliaga

Chopos cabeceros y la Olla de Aliaga

Aliaga quiere decir valle torcido, nombre que le viene por la estructura de la Olla, la cresta recortada e impresa contra el cielo que marca el pueblo. Un pliegue de eje vertical prácticamente único en el mundo. Desde el monte del calvario, cuando los rayos de otoño van perdiéndose por el oeste, hay una senda que da a lo que queda del antiguo castillo, una construcción del siglo catorce. Y desde el castillo, puedes ver toda la olla y la hilera amarilla de chopos de tronco grueso y ramas de nuevos brotes. Los chopos cabeceros de Aragón, que bordean los ríos que se adentran en valles silenciosos, son podados en altura (también llamados trasmochos) y con el tiempo, la parte alta del tronco se hace más gruesa, como una cabeza, y de esa cabeza le salen ramas nuevas que servirán para tener leña y vigas. Los cortaban así para protegerlos del rebaño. En otoño, les desaparece el verde y aparecen los amarillos escondidos de las hojas. El paso del tiempo escrito en las hojas de los árboles caducifolios.

Antiguamente, los hombres subían a los troncos de los árboles sin cuerdas ni escalera. «Si ahora mi padre viera esto…» dice una mujer de unos setenta años cuando ve como podan ahora los árboles: sierra mecánica, arnés y casco. Un compañero abajo señala con las manos hacia donde tiene que orientar el corte de la sierra para que la rama caiga en un lugar seguro. Después de cinco minutos, la rama cae más lentamente de lo que imaginábamos. El ruido es el de un golpe seco, la madera contra la tierra. Antes, sin embargo, no podían esperar diez o doce años para cortar las ramas, y los troncos de los chopos, con las ramas delgadas y alborotadas, parecían una cabeza con pelos de punta. Cada año, antes de que llegara el invierno, el pueblo se preparaba. Ahora, continúa la tradición también por una cuestión de supervivencia, en este caso de los árboles. Si no se cortan las ramas, los chopos trasmochos mueren ahogados por su propio peso. Recuerdo esa imagen del documental sobre la maravillosa vida de las plantas, cuando Attenborough colocaba una manguera muy alta para simular la presión del agua que tenían que conseguir los árboles para que hasta la última célula, la más alta, recibiera agua, solutos.

Es al lado de los ríos de la Cordillera Ibérica aragonesa donde se encuentran las formaciones de chopos trasmochos más extensas, y a pesar de esto, el despoblamiento de estas comarcas hace que esos viejos árboles peligren. Paisaje que canta la canción de Labordeta. Batidos por el viento que viene de la mar, a la orilla de ríos antiguos, somos como esos viejos árboles en otoño.

Panorámica de Aliaga

Panorámica de Aliaga

Texto e imágenes: Maria Salvador Lluch
Técnica de gestión de investigación