Ahora sólo escriben cartas los nostálgicos, algunos literatos, y los enamorados. Puede que ni los enamorados escriban ya cartas. Entre los escritores es común encontrar publicadas las cartas que dan siempre información de cómo eran y de las relaciones que establecían, pero también es común encontrar cartas de científicos. Las cartas más famosas quizás sean las de Darwin. Era prolífico en todo: en recoger datos, en coleccionar escarabajos, en escribir misivas. Imaginemos el día que recibió una carta desde Ponta Delgada, la capital del archipiélago de las Azores, aquellos puntos volcánicos en medio del Atlántico. El Beagle, el nombre del barco de aquel conocido viaje, atracó ya hacía años en Terceira, otra de las nueve islas azorianas, más occidental que São Miguel. Terceria fue el último puerto antes de volver a casa.

Darwin, ya con el cabello blanco, la abrió y encontró las palabras de un joven naturalista azoriano, Francisco Arruda Furtado, que aparte de demostrarle una sincera admiración, le pedía consejos para empezar su estudio sobre el origen de las especies isleñas. Darwin tenía que recordar a la fuerza aquel viaje de juventud, que tanto marcaría en su trabajo posterior, y la impresión que le hicieron las islas. Muchas cosas habían pasado desde entonces. La teoría de la evolución la más importante. Furtado había nacido cinco años antes de la publicación de El origen de las especies y tuvo una gran impacto en su visión científica. No se quedaría, como muchos de sus colegas, en la colección y descripción de las especies, quería llegar más lejos, darle un sentido evolucionista al trabajo de naturalista. Pasar del naturalista, tal como se conocía antes, al teórico.

La respuesta de Darwin fue alentadora, y lo animaba a continuar con esa línea, a pesar de que sabía que no tenía apoyo por parte de los compañeros isleños. Le recomendó que enviara muestras de especies botánicas a su amigo, el botánico director de los maravillosos Kew Gardens de Londres, Joseph Hooker. Hooker, junto con Lyell, habían sido piezas claves en algunos momentos de la vida de Darwin: fueron ellos quien resolvieron como tratar el asunto de Wallace y la publicación de la teoría de Darwin. Durante años, Darwin había revisado su teoría y consideraba que no era todavía suficientemente sólida para ser publicada. Otra carta, esta del joven Alfred Wallace, naturalista más viajero que él, le espoleó para dar a conocer su obra y la explicación más adecuada en su origen de las especies. Los dos habían llegado a la misma conclusión.

Cómo eran de importantes, las cartas. Con cartas se discutían teorías y se compartían ideas. Si Wallace y Darwin habían llegado a una conclusión similar sin saber nada uno del otro, quiere decir que la ciencia es muy potente. No se trata de verdades, pero parece que se asemeja. Un sistema coherente internamente y potente, por lo tanto. Cómo dijo Richard Dawkins: Las verdades científicas, por naturaleza, permanecen hasta ser descubiertas por quién sea quién tenga la capacidad de hacerlo. Si dos personas diferentes descubren la misma cosa en ciencia, será la misma verdad. A diferencia de las obras de arte, las verdades científicas no cambian su naturaleza en función de los seres humanos que las han descubierto. Esto supone tanto una gloria como una limitación para la ciencia. Si Shakespeare no hubiera vivido, nadie habría escrito Macbeth. Si Darwin no hubiera vivido, otro habría descubierto la selección natural. De hecho, alguien lo hizo: Alfred Russel Wallace.

Furtado y Darwin compartían la capacidad de observar, describir y comparar: con palabras de Darwin «the habit of comparison leads to generalization». Y con las generalizaciones, vienen los modelos. Y no es, el modelo de la realidad, el más completo posible, lo que busca la ciencia? Los dos, aparte de discutir ideas, cómo he dicho antes, se dedicaban a intercambiar muestras. De hecho, Darwin mantuvo contacto con jardineros, trabajadores de viveros, oficiales, diplomáticos y aficionados, que le enviaban especies. Furtado se carteó desde la isla verde con naturalistas de la costa atlántica de Europa y de los Estados Unidos, principalmente. Nos gusta pensar que, a la fuerza, se tenían que encontrar.

Del año que recibió la carta de Furtado, en 1881, al año que el barco atracó a Terceira, en 1836, después de haber viajado miles de kilómetros (Brasil, Las Galàpagos). Un Darwin joven pero cansado visitó Angra do Heroismo, capital de la isla, una ciudad que podemos reconocer todavía, los años han pasado pero las piedras, el orden, y un cierto tedio continúan en las calles. Exploró otros lugares de interés como las fumarolas, el pueblo de São António, el Monte Brasil y dejó anotados comentarios sobre la sociedad azoriana, en especial, sobre los hombres y su vestimenta, que era limpia, como suponía lo eran las personalidades de los habitantes.

Angra do Heroísmo, capital de Terceira

Angra do Heroísmo, capital de Terceira

En el ambiente de Terceira, habían ciertos paisajes que le recordaban su país natal y que aumentaban el peso de la añoranza. Encontró especies similares, de hecho, le sorprendió no encontrar más endemismos, y no tomó muchas muestras de rocas, como sí lo había hecho en otras islas volcánicas. El final de una etapa siempre tiene unos tonos grises, la transición cuenta con un cierto extrañamiento. Era la hora de hacer balance de cinco años de navegación, de las ventajas y las desventajas de haberse aventurado arriba de aquella embarcación.

Los cinco años de viaje, y el hecho que fuera la última escala antes de volver a casa, dejaron cierta impronta a su ánimo y al diarios dejaría anotado, como resumen «I enjoyed my day’sride, though I did not find much worth seeing», frase que se ha hecho famosa y que de hecho, esconde otros comentarios que hace de la isla y desluce el poso que los paisajes azorinaos le dejaron. Sufría homesick, y además, a menudo se mareaba por el vaivén al agua, ya era hora de volver.

Aun así, a pesar de las anotaciones que hizo y que hemos comentado, sí que encontró cosas por decir de las Azores. Aunque poco extensa, la presencia de las islas es significativa en los libros Geology of the Voyage y Volcanic Islands. Sólo teníamos que esperar para que lo que había visto en aquellas rocas negras formara parte de su obra. De hecho, se interesó por estas islas y pidió muestras, otra vez, mediante cartas.

Es curioso recordar ahora un detalle. En una de las cartas a la familia, Darwin anticipaba la visita al archipiélago, no sólo por el interés que le provocaban, sino también porque era un punto de llegada de cartas. Podría tener noticias familiares. Antes de que el barco abandonara, del todo y para siempre, esta tierra portuguesa, pararon cerca de Ponta Delgada. Un bote zarpó para recoger cartas, pero volvió sin ninguna, muy a su pesar. Cuando marchaban ya, Darwin escribía «[W]e steered thanks to God, a direct course for England». Tendría que esperar unos cuántos años para que le llegaron palabras desde Ponta Delgada.
Bibliografía:
– Armstrong, Patrick. Charles Darwin’s last island: Terceira, Azores, 1836. Geowest, 27. Nedlands: University of Western Australia, 1992.
– Arruda, Luis M. «Correspondência científica de Francisco Arruda Furtado», Ponta Delgada: Instituto cultural de Ponta Delgada, 2002.
– Darwin, Charles i Wallace, Alfred. La lluita per la vida. Breviaris XX. València: Publicacions de la Universitat de València, 2008.
– van Wyhe, John. The Complete Work of Charles Darwin Online. 2002.

 

Maria Salvador Lluch
Bióloga