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Debe ser la octava o novena vez que me pasa desde que me cambié de casa, hace no mucho. Y cada vez es la misma sensación de satisfacción por haber completado un espacio más, de tranquilidad por tener garantizadas mis necesidades al menos durante un tiempo.  Cada vez que he traído un libro a casa he sentido como ese objeto, pequeño y modesto, la completaba un poco, la mejoraba, la vestía más que cualquiera de los muebles de kit que yo mismo elegí, compré, transporté y monté. Y eso que en los libros que llevamos a casa hay mucho de improvisación; manuales, novelas, libros regalados, comprados, releídos, prestados o traídos de otras habitaciones de otras casas. Nunca pienso, a diferencia de lo que ocurre con el resto de muebles, o lámparas, o electrodomésticos, si los necesito en este momento, o dónde los voy a poner, o con qué van a combinar. Simplemente los cojo, o llegan a mí. Y sin embargo llenan mi casa más que cualquiera de esos otros objetos en los que he puesto tanta premeditación, y con los que nunca noto esa sensación al sacarlos de la bolsa y dejarlos en la mesita de noche, o en la cómoda, o en la estantería, o en el sofá. Sí, el orden nunca ha sido mi fuerte.

No se tiene la misma sensación al mirar un libro que al mirar cualquier otro objeto. Si no lo has leído te intriga. Lo deseas. Hasta te inquieta un poco. Si lo has leído lo conoces, lo reconoces, lo recuerdas. Tenéis algo en común, una historia de lugares que habéis compartido, estados de ánimo causados o aliviados, encuentros o desencuentros, la imagen del autor o del narrador, de los personajes que lo habitan, de los escenarios descritos que tu imaginación ha recreado y que son, por tanto, únicos. Quizá recuerdes la librería donde lo compraste, o, con un poco de suerte, la persona que te lo regaló. Y con un poco más de suerte, si esa persona lo ha leído primero y luego te lo ha regalado, te recuerdes imaginando qué pensó, qué sintió al recorrer las líneas que luego tú recorriste. En el clímax de la intimidad compartida a través de un libro puedes tener la suerte de encontrar algunas líneas subrayadas, revelando aquello que esa persona consideró importante, o algo que le gustó especialmente y que quedó expuesto, casi impúdicamente, ante tus ojos. Y al terminarlo, quizá sin haber intercambiado una palabra, conocías más a esa persona, te sentías más cerca de ella.

Leemos continuamente; la hora en el despertador, los ingredientes del desayuno, los componentes del gel, las señales de tráfico, las revoluciones por minuto, la publicidad, los mensajes de correo, notificaciones, instancias, solicitudes, artículos, capítulos, exámenes, webs, blogs, tuits, estados, noticias, menús, más ingredientes, directorios, reactivos, manuales, whatsapps, pulsaciones por minuto, recetas, subtítulos y por fin, con suerte y sin que todo lo anterior te haya quitado las ganas, un libro. Muchas veces se convierte en un vicio, una necesidad sin la que no es posible conciliar el sueño, incluso después de salir de fiesta, al acostarte mareado y terriblemente cansado, necesitas abrir el libro y comprobar que tu ciencia, tu poesía, tu historia, tus lugares, tus amigos y tus enemigos siguen allí, en blanco y negro, junto a tu almohada.

Aún no tengo la experiencia de haber leído un libro en un dispositivo electrónico. Seguro que algunas cosas cambian, pero las posibilidades que abren las compensan, sin por ello hacerlos incompatibles con los tradicionales. Quizá tú hayas tenido la oportunidad y puedas compartir esas sensaciones, esas diferencias. Quizá nos puedas decir qué libro tienes en tu mesita de noche, o cuál te gustaría tener. O cuál has releído más veces, o cuál no has podido terminar. O cuál fue el primero que leíste… ¿Qué leen los que nos leen?, ¿qué leen los piratas?. ¿Divulgación?, ¿novela?, ¿poesía?, ¿cómics?

Leer. Una capacidad desarrollada por los humanos convertida en derecho. Una ganzúa que nos abre todas las puertas, que nos capacita para todo.