Imagen: Grabado de De Bry “Encuentro entre españoles e indígenas”

Como historiadora, confieso tener una manía difícil de evitar: en todo viaje que realizo y en todo lugar en el que me encuentro, intento buscar una explicación del presente remontándome al pasado. Este último mes he estado viviendo en la otra orilla del Mediterráneo. No me refiero a la península italiana, sino a ese otro Mediterráneo, tan próximo y tan lejano al mismo tiempo, situado en el gran continente africano: el Magreb. Concretamente, he disfrutado de mis vacaciones en territorio argelino, país tradicionalmente islámico pero con cierto aire occidental debido a la huella imborrable de los tiempos de la colonización francesa. Paseando por el zoco argelino, me encuentro con un río de miradas masculinas y femeninas, la mirada del “otro”. Son miradas que casi calificaría de antropológicas: la observación mutua de lo diferente, de lo extraño, lo inusual según los parámetros culturales a los que obedecen nuestros ojos. Algo en el “otro” nos atrae, a la vez que nos asusta.

Esta mirada antropológica me ha llevado, por deformación profesional, a una reflexión: ¿podemos imaginarnos los miles de encuentros con el “otro” que han tenido lugar a lo largo de la historia? Algunos de esos encuentros los tenemos documentados en textos que podemos consultar siguiendo el método de investigación histórica, como las Crónicas que relatan la llegada de los europeos al Nuevo Mundo o la conquista del archipiélago canario. Navegando por estos textos, resulta curioso observar que la mayoría de las veces nos encontremos ante una mirada peyorativa: los romanos consideraban a los pueblos de la Península Ibérica como desordenados, insensatos y crueles, pueblos “bárbaros” por no encontrarse sometidos bajo las reglas políticas, sociales y económicas que reinaban dentro del limes romano. De la misma manera fueron considerados los indígenas americanos y los aborígenes canarios, que un día vieron llegar a sus tierras grandes navíos transportando a los primeros inmigrantes de la historia en busca de una vida mejor, mostrando otros vestidos, religión, lenguas y costumbres. Los textos del siglo XVI, como el libro Sobre los deberes del rey (1535) de J. G. de Sepúlveda, nos pintan un cuadro de “gente incivilizada” y pueblos con una forma de vida “salvaje, semejante a la de las bestias”, que pronto justificaría su conquista, aunque en algunas ocasiones el cine haya querido reflejar un encuentro más poético, como la escena de La Misión. Contactos, estos, que cambiaron progresivamente el universo cultural del pueblo receptor.

Otro tipo de encuentro es el “invisible”, aunque suene paradójico. Un ejemplo de ello lo constituye el comercio mudo practicado por los comerciantes portugueses que visitaban las costas africanas en la Edad Moderna. En este tipo de comercio nunca existía un contacto físico directo: uno de los grupos dejaba en la arena su mercancía y aguardaba a que el “otro” estudiara la oferta. Si estaba de acuerdo, dejaba la suya y se retiraba. Si el grupo visitante aceptaba el intercambio, se llevaba la mercancía. De no ser así, volvía a llevarse la propia. El contacto con el “otro” se produce, pues, no sólo a través de la observación directa, sino también por medio del intercambio de objetos, cuestión que nos interesa especialmente a los arqueólogos.

Llegados a este punto, ¿cuántos encuentros con el “otro” han podido producirse anteriormente a la aparición de la escritura? El género Homo está documentado en África desde hace 1,8 M.A. (millones de años). En un espacio de tiempo tan extenso, resulta difícil pensar que no se produjeran contactos entre grupos de cazadores-recolectores que cambiaban la ubicación de sus campamentos en función de las estaciones y los recursos disponibles. Al no haber documentación histórica, ¿quiere decir que nos encontramos ante un periodo con un vacío documental? Nada más lejos de la realidad: es aquí donde la ciencia arqueológica toma la palabra dando voz a la tierra, obteniendo información sobre la forma de vida de estos grupos. Podemos, entonces, reflexionar sobre lo que pudo ser, si no el mayor de los encuentros, sí uno verdaderamente impactante: el contacto entre los últimos neandertales y los primeros Homo sapiens; dos especies humanas con diferencias notables en su morfología, que se reconocerían mutuamente como el “otro”, sin que haya constancia arqueológica de que este contacto fuera violento.

Y, rizando un poco más el rizo, ¿qué papel tienen las ideas en el contacto entre pueblos?. Veamos un ejemplo. El conjunto iconográfico de los iberos, conjunto de pueblos que habitaron en la Península Ibérica desde el siglo VI aC hasta la conquista romana, nos muestra la representación del árbol de la palmera (Phoenix dactylifera) sobre piedra, monedas y cerámica. Sin embargo, no se han encontrado restos orgánicos que prueben que los iberos cultivaban y conocían esta especie. Todo lo contrario: los iberos estaban representando una especie vegetal que no conocían físicamente. Lo que les había llegado era la idea o el concepto de palmera, una imagen de tradición púnica y, por tanto, un préstamo cultural del mundo oriental, un claro ejemplo de las influencias culturales que se tejen entre los pueblos por el simple contacto entre ellos.

Quizá el motor de la historia haya sido precisamente ese contacto con el “otro”, favorable algunas veces y desfavorable en otras, estableciendo de manera más o menos consciente fusiones culturales entre pueblos y diluyendo el concepto estático de cultura. Al fin y al cabo, en nuestro mundo actual y globalizado, ¿qué es exclusivamente nuestro y qué forma parte del “otro”?