¿Quién inventó la rueda?, seguramente alguna pre-persona, allá por el infinito pasado, sumó uno más uno y obtuvo como resultado un bonito cero, redondo y perfectamente circular. Y con esa forma redondeada poco a poco surgió el transporte, la locomoción, el comercio a gran escala, y tantísimas cosas. ¿Qué bondades surgen de esas curvas que se entrelazan perfectamente?, todas las de no ir directo al grano, sin contemplaciones, sin preliminares, intentando ser lo más eficiente posible. Supongo que este último caso se asocia con lo recto, que es una palabra que suena a seria, a cor-recto, en su sentido más moral. Estirada, casi que germánica. Pero lo curvo, lo zigzagueante, suena más suave, inesperado, por no decir aleatorio, como ese andar del borracho, que nunca sabe si su siguiente paso será a la izquierda, o la derecha. Como sucede también con las caricias que te hacen en la piel, que uno de sus placeres radica precisamente en no saber por dónde te van a recorrer. O cuando viajas por puertos de montaña, que las curvas son un desafío técnico, pero también un camino que se redescubre gratamente en cada giro.

En mi devenir científico, recientemente me encuentro desubicado en una nueva ciudad. Hermosa. Histórica. Florencia. En algún otro post me gustaría hablar de lo que significa “el viaje” para un científico, y quizá concretamente para uno español, pero mejor recoger unas cuantas experiencias para condimentarlo mejor. En este quería hablar de lo curvo, y en concreto de las ruedas. Y Florencia y las ruedas van a estar indisolublemente unidas, porque he venido hasta aquí viajando en moto. El amante de lo curvo lo ama en muchas de sus variantes, y la rueda es una de ellas. Definitivamente, soy amante de las ruedas radiadas, que aparentemente giran sobre un eje estáticamente, pero curiosamente nos trasladan y nos mueven.

Mi relación con las dos ruedas se remonta a esa infancia común que todos hemos vivido, junto a una bicicleta. Siendo niños las bicicletas nos producen la satisfacción del juego, casi como elemento de pandilla.  Con el tiempo la bicicleta dejó de ser un juego a ser una afición, que se cristaliza con esa sujeción a las endorfinas que genera la actividad deportiva. Me enganché al ciclismo. Como pasa con muchas cosas de la vida, el placer o el entusiasmo acaba por surgir de la sutilidad. Si de niño la bicicleta era el juguete para ir a la piscina, en la juventud era la amiga para subir a la montaña. Ese cambio, de juguete a amiga, representa precisamente la metamorfosis para superar otro cambio: de piscina a montaña, de recreo a reto.

El placer de los baños en la piscina era total, pero el de subir la montaña no. En un primer instante es solo dolor. Sufrimiento. Angustia. Subir con el piñón grande a golpe de riñón. Con la espalda encorvada, y los ojos tratando de adivinar lo que vendrá detrás de la próxima curva. Escuchando como suenan las gotas de sudor al caer desde tu nariz hasta reventar en el asfalto. Esto ya no es solo un juego. Solo los que entienden que el reto no es morir en el intento, sino entender a tu cuerpo, entender a la pendiente, escuchar el ritmo que te aconseja, pueden transformar ese dolor, pasajero, en una experiencia constructiva, y, por tanto, disfrutable. Y el placer aquí se multiplica.

El subir a la montaña tiene recompensas. Te permite ver el paisaje desde lo alto. Enamorarte de ese nuevo horizonte, extenso, que era imposible ver abajo. También es un camino introspectivo. Te permite desafiar a los miedos internos, a ese “no podré”. Te permite combatir el dolor con cierta paciencia, y cierto control. Subir la montaña significa controlar el dolor para situarlo en su punto medio, sin dejar que te doblegue y sin dejar que te destruya. Y el llegar a la cima tiene la recompensa y el significado de transformar ese dolor, esa especie de sacrificio, en conocimiento, en experiencia vital. O sea, en vida.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la ciencia?. Quizá mucho. Como en el ciclismo, en investigación, para “subir la montaña y ver nuevos horizontes” es necesario esfuerzo, control y, en muchos casos, incluso dolor. Ese dolor de la pedalada. El esfuerzo implícito en el trabajo constante y laborioso. Cada medida que haces en el laboratorio es un grano de arena del total de energía necesaria para poder conocer algo en su justa medida. Como en ciclismo, en investigación raramente el camino es recto y previsible. Existen muchas curvas que hacen torcer el camino de la investigación, y los nuevos horizontes que surgen tras cada “curva” pueden hacerla más interesante, o por el contrario dejarla en un punto muerto. Tan importante como esa capacidad de esfuerzo, es tener una buena adaptabilidad a los cambios. Saber leer bien el camino que va surgiendo y medir bien cada reto. Por otra parte, el subir una montaña en bici no es un acto masoquista, es un acto placentero. Normalmente lo haces con buen clima, rodeado de entornos naturales, disfrutando de la conducción, aprendiendo en cada paso como tomar las curvas, … . Creo que la investigación solo tiene sentido si se puede ejecutar de esa forma, asumiendo sacrificios, superando las dificultades, pero sabiendo encontrar esos elementos de disfrute. Creo que este último punto es crucial, saber ver y saber encontrar cada resquicio de satisfacción en este arduo camino que es investigar. Para mí, ese es el auténtico reto. Y nadie dijo que fuese fácil.

Foto: www.mardelbike.com/ar (aqui)