Izadi suele escaparse de casa, aunque le resulta más fácil cuando los mayores hacen la siesta. La alegría le inunda al correr entre los bancales explotando de libertad. Cuando sale con su abuelo debe caminar con el paso calmado y no puede correr ladera abajo desafiando la gravedad al saltar de pedrusco en pedrusco. Si sale sola juguetea con todo lo que se encuentra por el camino, mete palos en las madrigueras, se acerca más de lo debido a los panales de abejas de Dionisio, se balancea en las robustas ramas del olivo de su tía y se mete entre las cuevas del molino en busca de porretones en los nidos; aunque lo que más le gusta es observar el verde eléctrico de las moscas que revolotean sobre las cagarrutas de las cabras montesas. Cuando va con el abuelo, el bosque y los campos toman otra dimensión dentro de sus historias y su sabiduría. De repente todos aquellos árboles, arbustos, hierbas, setas, insectos, aves y animales tienen nombre e historia, en definitiva, toman una vida mucho más real y con menos dosis de fantasía que las que Izadi suele fabular. Caminan bordeando el cementerio para acabar atravesando el río, entonces senda arriba deciden si quedarse en el bancal de la solana o adentrarse en una de las pinedas que rodean el pueblo. Cuando suben hasta el almendro el abuelo baja la azada del hombro, cava en el sitio justo y le saca un palo de regaliz; entonces se sientan balanceando las piernas sobre el muro mientras otean el pueblo. Desde ese punto se divisa el barrio de la ombría y todo el valle en el que queda enquistado el pueblo. Izadi apura con dedicación el regaliz mientras el abuelo se lo pone en forma de caliqueño para explicarle una y otra vez la riqueza natural e invisible que alberga la comarca. La dulce brisa juega con el flequillo de Izadi de la misma manera que lo hace con dos nubes que se hacen y se deshacen, sus existencias permanecen en calma hasta que suenan las campanas. Izadi no entiende que el abuelo se levante apresurado y empiece a deshacer el camino. ¡Abuelo, aún no hemos visto ninguna cabrita!. El abuelo entre dientes y a bastantes metros de distancia le dice ¡Izadi, toque a fuego!.

Izadi no lo sabía, pero esa sería la última vez que vivía los bancales, los huertos, las choperas, las pinedas y los encinares tal y como la vieron nacer. El toque a fuego evacuó a mayores, mujeres y niños cuando el humo empezaba a entrar por la cañada. En la evacuación al pueblo del valle colindante Izadi le musitaba a su abuelo si nos evacúan a nosotros ¿por qué no hacen lo mismo con las carrascas, el té de roca, las perdices, los cangrejos y los conejitos?. Jóvenes y hombres se quedaron para hacer frente al incendio aunque no pudieron hacer mucho más que un cortafuego alrededor del pueblo para salvar las casas de las voraces llamas. Les costó sudor y lágrimas, muchas lágrimas.

Años más tarde falleció el abuelo y con él la mayoría de la sabiduría relacionada con el ciclo de la vida y la naturaleza que rodeaba al pueblo. Izadi suele volver pero le invade la pena al darse cuenta que ya no reconoce los parajes de su infancia. Todo se esfumó con aquellas llamas y ahora se siente como un animal albino en medio de una selva, la presa más lenta y visible. Sin embargo todo no está perdido, Izadi tiene memoria fotográfica y con los años la madurez la ha convertido en fotógrafa ambiental. Izadi captura para el presente y la posteridad.

Izadi, esa niña que quiere preservar lo que ama podría ser Joan Costa, el fotógrafo especializado en ciencia, tecnología y medio ambiente ganador del segundo premio de la categoría Naturaleza del World Press Photo 2012 con su fotografía Heteropoda, tomada durante su enrolamiento en la expedición oceanográfica Malaspina del CSIC. También podría ser una de esos científicos, educadores o amantes de la vida en la Tierra que trabajan engrosando el archivo digital de la Enciclopedia de la Vida (EOL – Encyclopedia of Life) para alimentar la conciencia y comprensión de la naturaleza de la que formamos parte. Aunque podría sentirse más seducida por la distribución de las especies animales y aportar información de sus avistamientos al proyecto Mapping of Life. Quizás a Izadi no la viéramos en los derroteros de la carrera científica pero sí estuviera fascinada por la ornitología y acabase haciendo censos de nidos de golondrinas dentro del proyecto Orenetes. De tanto observar las aves podría haberse enamorado de los fenómenos meteorológicos y habría instalado una estación meteorológica automática que recogería y transmitiría datos a la red Meteoclimatic. Por otro lado, podría estar viviendo en una zona de alto nivel sísmico e introduciría datos de terremotos sentidos en alguna aplicación parecida a Sismo Express, para la vigilancia del volcán de la isla de El Hierro. Incluso que desde ahí y al descubrir el Project Noah hubiera decidido utilizarlo como recurso didáctico en sus clases de conocimiento del medio, y de esta manera despertar en sus alumnos el amor y la fascinación por la vida que les rodea compartiéndola con el resto de la comunidad.

Estos son tan solo algunos de la infinidad de proyectos de la ciencia ciudadana. Una ciencia llevada a cabo, en parte o en su totalidad, por científicos no profesionales o amateurs, en definitiva ciudadanos, en pro del avance en el conocimiento. Algunos de estos proyectos, como Jorge nos comentaba anteriormente, utilizan la capacidad computacional de nuestros ordenadores para analizar conjuntos grandes de datos, otros tantos están relacionados con la observación de la naturaleza y sus ciclos. Aprovechar el potencial que tenemos como individuos de ser un punto más en las coordenadas de este planeta permite aumentar las manos y ojos de los que disponen los científicos para así multiplicar la capacidad de recabar información y ampliar el catálogo de lo conocido. Esta ciencia ciudadana resurge con fuerza junto al desarrollo de tecnologías, como internet o aplicaciones para dispositivos móviles, para complementar la tradición oral con la audiovisual. El éxito será poder canalizar ese potencial en un profundo conocimiento de lo que nos rodea, porque formamos parte de ello y no queremos que de nuevo se queme por desdén.

¿Hasta qué punto los científicos pueden confiar en los datos recogidos por los ciudadanos? ¿Qué ayuda puede prestar el ciudadano corriente en proyectos que se desplazan hacia los más micro o macroscópico? ¿Vale la pena formar un ejército ciudadano captador de datos? ¿Puede ser ésta una manera de crear nuevas vocaciones científicas? ¿Qué papel puede tener la ciencia ciudadana en la cohesión del territorio? ¿Es garantía de una protección y sensibilidad hacía un entorno natural cada vez más alejado de las urbes? ¿Eres tú Izadi?

Perdura en el tiempo aquello que se transmite pues defendemos lo que conocemos.

Imagen: Granota al PN Aigüestortes de Eva Alloza