(«Peace through Chemistry», Roy Lichtenstein (1970))

 

Ciencia y arte, pasión y razón, creatividad y análisis. Desde hace algún tiempo esta simbiosis entre términos aparentemente disjuntos surgen asiduamente en los medios de comunicación. Personalmente, la chispa para eliminar barreras en el conocimiento se me hizo explícita en el instituto, en las clases de filosofía. Siempre he escuchado, de forma bastante injusta, decir que la filosofía es la rama más inútil de todas. Pero, aunque sea un simplón juego de palabras, incluso lo inútil sirve para algo. Gracias a lo inútil, por ejemplo, podemos pensar que somos algo más que máquinas programadas. En mi caso, en esos años de instituto, el gusto a la filosofía me hizo llegar a la física. Y ahora, muchos años después, no puedo olvidar que la física que elegí es también filosofía. También es arte, creatividad conceptual y tecnológica. Volvemos al principio. Arte y ciencia, o en su versión ampliada: arte y filosofía. En cierta medida combinaciones particulares de control y pasión.

Pero, ¿por qué elegir sentirse tecnólogo, científico, filósofo, artista o humanista?. O mejor dicho, ¿por qué elegirlo en su acepción excluyente?, al menos en su sentido empático. Hace muchas décadas que existen algo más que indicios sobre la preocupación por estos temas, como demuestran las conferencias de C.P. Snow, o los innumerables trabajos internacionales de la sociedad Leonardo. El mundo del arte, siempre en vanguardia, sí que se ha vestido con ese tamiz camaleónico que le caracteriza. Ha incorporado a su antiguo taller de artesano toda clase de tecnologías punta. Se ha auto-reconocido como político, y por supuesto, como útil. Ha desafiado los lenguajes, y los ámbitos. Hoy en día es posible ver como los artistas acceden a laboratorios científicos para desarrollar su trabajo, como en el caso del programa suizo Artists in Labs. Dicho sea de paso, como ya ocurría en el pasado, con, por ejemplo, los viajes de Darwin a bordo del Beagle. Pero, ¿y la ciencia?, ¿y los científicos?. Frecuentemente se nos piropea con la palabra “útiles”, aunque algunos de nosotros padecemos esa extraña enfermedad social del científico y, frunciendo el ceño, respondemos: – “¿Útil?, ¿mi trabajo?”. Sin embargo, quizá deberíamos estar más preocupados por preguntarnos: Útiles, pero ¿para quién?, y, ¿para qué?. O, incluso, desde el otro lado del espejo (desde la perspectiva de quien espera o solicita la utilidad de la ciencia) y bajo la nueva sociedad de la información 2.0, nos podrían preguntar, ¿útiles?, si, pero ¿tanto como antes?. En suma instancia y estructuralmente, entiendo que la Ciencia es tan inútil o útil como el Arte o la Filosofía. La utilidad es una característica, o circunstancia, social, y por tanto muy politizable (si es que algo no lo es). El fomento del trabajo compartido entre distintos profesionales puede ser tanto una moda pasajera, como un camino muy interesante para poder trabajar sobre ese caldo complejo del Mediterráneo conceptual en su completitud, que Ortega deliciosamente narraba en sus “Meditaciones del Quijote”. Pero también puede convertirse en la nueva cara del consumo de masas, y por tanto un nuevo y resplandeciente sistema constrictor para decir y decidir por nosotros que es lo útil, lo vendible y lo deseable. Estas dinámicas de trabajo interdisciplinar han empezado a funcionar bajo plataformas educativas tan interesantes como el Espacio Laboratorio de Arts Santa Mònica, en Barcelona, o NanoBioArt SAND (Social Art/Sci Networked Discourse) en Nueva York – Los Ángeles.

Arte y Ciencia ¿una vía alternativa a las políticas científicas para alejarnos de una mayor cantidad de dogmas?, ¿formas paralelas para enlazar investigación básica, colaboración empresarial y sociedad?, ¿mecanismos diferentes para generar valor añadido?.¿Vías para desregular lo que es útil y correcto en ciencia?. ¿Una nueva forma de entender el progreso?.